Al
mendigo de una esquina cercana a
mi domicilio lo veía siempre acompañado de un perrillo mugroso pero de aspecto
saludable que, aparentemente, tenía una vida de lo más placentera junto a su
amo. Estaba siempre tumbado sobre un trapo a modo de manta que su dueño estiraba
de vez en cuando como temiendo que el animal pudiera sentirse incómodo con
alguna arruga. También en el suelo, junto a ellos, un trozo de cartón irregular
tenía esta lectura: “Por favor, mi perro necesita que lo lleve al veterinario.
Deje una ayuda”
Francamente,
la llamada de atención me la creía a medias. Hay algunos otros carteles que
acompañan a estas personas habitantes de la calle y compañeras de la pena:
“Tengo hambre” “Tengo 7 hijos…” En estos tiempos que corren, cualquier cosa
puede ser verdad o mentira en lo que a petición de caridad toca y yo, trato de creer solo un poco del
drama que se expone en el recorte de cartón, huyendo quizás, de que todo eso
sea cierto.
Esta
mañana alrededor del mendigo había un grupo de personas. Me he acercado movida
por la curiosidad y entonces he visto cómo el perro mascota yacía en el suelo
con los ojillos entornados,
vidriosos, inerte…muerto.
Una
mujer entró en un bar y le acercó
al amo desconsolado, un bocadillo y un vaso de plástico con alguna tisana
tranquilizante. El pobre lloraba la muerte del compañero en silencio pero como
si esa fuera su única y más grande
de las penas en su mísera vida.
Alguien
había avisado al ayuntamiento para que recogieran al animal y cuando al fin llegaron, el hombre se
limpió las lágrimas, se puso en pie y echó a andar saliendo de esa escena sin
volver la vista atrás. Extraño comportamiento que algún experto psicólogo
podría explicar.
Nos fuimos yendo cada cual a seguir con
su quehacer cotidiano pero yo me
sorprendí llorando.