miércoles, 16 de septiembre de 2015

EFUSIVIDAD (continuación)


Pues sí. Siguiendo con las buenas maneras, todos sabemos ­­–o casi todos– que la efusividad es entusiasmo y, cuando saludamos a una persona después de algún tiempo sin vernos, o se nos presenta a una nueva, qué menos que demostrar que estamos entusiasmados  por este acontecimiento y nuestra mano debe estrechar con firmeza la que se nos ofrece.

Todos los excesos tienen su parte mala y diré que lo sé de buena tinta. Sin ir más lejos, estuvimos el otro día en un acto muy bonito que se celebraba aquí en Valencia organizado por los socios de la Casa de Daimiel. Un honor que se acordasen los amigos de esa tierra de nosotros. Misa, cantos y bailes regionales, una estupenda comida de Hermandad y un ambiente de camaradería precioso.
Entre los presentes, un señor grandote, hablador y simpaticón al que debía conocer mucho la gente. Todos lo abrazaban y las mujeres lo besaban, gastaban bromas y  llegó el momento, de que me lo presentaran. Ni siquiera sé si es que era su día por ser de esa preciosa tierra, o no lo era y era muy popular por allí, o es que había sido padre, o le había tocado algún premio, pero cuando se me acercó con algún “presentador” para que lo conociera me temí lo peor.
Creo que ya escribí sobre esto en alguna ocasión porque mi artrosis en los dedos la tengo muy presente por dolorosa, pero la historia se repite. Cogió mi mano entre la suya, la sacudió cuatro o cinco veces y noté cómo mis huesos crujieron bajo la piel del apretón que me dio y mientras me apretaba, me acercó hacia él y me soltó un beso “sonado” entre el ojo y el pómulo que casi me mete la mejilla para dentro…

Me acordé del pequeño libro de urbanidad. Aquel hombre debió leerlo aunque  era un chico y se escribió solo para féminas. Confieso que mientras recordaba, noté que el hombretón me caía bien por su gran simpatía y, por disculpar algo su efusividad y el dolor de mano que me dejó, llegué a la conclusión de que no era consciente de su tamaño y de su fuerza pero que tenía toda la educación del mundo. Eso y que le gustara dar besos efusivos también.
Espero que no me lea pero aún tengo el dedo pulgar algo torcido y me salta el cartílago cuando lo doblo.


domingo, 6 de septiembre de 2015

EFUSIVIDAD

Me acuerdo con mucho gusto de un pequeño librito en el colegio sobre urbanidad que nos iniciaba a mis compañeras y a mí en el arte de saber cómo comportarse en la vida. Para completar la  educación que nuestros padres se esforzaban que adquiriésemos, en una palabra.



A través de dos protagonistas, Anita –la niña a seguir como modelo–  (la otra era Leticia, un auténtico desastre) aprendíamos a poner una mesa debidamente: la colocación de los cubiertos y su uso, las servilletas, el pan y hasta el lugar en que debían sentarse unos invitados a ella atendiendo a su categoría, edad o parentesco.
Anita no mordía nunca el pan y solo partía el trozo que podía meterse en la boca. No “se pasaba” en el uso del cuchillo y el tenedor porque las cosas de poca consistencia como las tortillas, el huevo frito y más, no necesitaban ni necesitan de cuchillo.
Otro apartado era lo de ocupar asientos, las entradas y salidas de un recinto, ceder una derecha o el centro al más caracterizado en un paseo o bajarse de una acera por el mismo motivo si la cosa se presentaba.
Luego, estaban los saludos. Complicado. Ahora, con un suave choque de mejillas y a veces el ruidito sordo de un falso beso, el saludo queda de lo más sencillo y hasta afectivo. Antes, no. Nada de besos al varón. 
Si eras una chica joven, casada, prometida, de mediana edad o mayor, el protocolo era distinto. Ni pensar que un chico alargase la mano a la señora casada o mayor si ésta no iniciaba el ademán. El otro se inclinaría un poco hacia la señora que le adelantaba el brazo hasta estrechar esa benévola mano y que a veces estaba enguantada.
Entre jóvenes daba igual quien alargase la mano primero y era curioso cómo una vez entrelazadas, subían y bajaban tres o cuatro veces como si con eso adornase el encuentro de los presentados o ya conocidos.
Se nos hacía saber que el estrechar las manos debía hacerse con generosidad. Nada de dar una mano blandengue o con punta de dedos. No estaba bien. Había que apretar cálidamente y transmitir con eso un protocolario afecto que quedaba muy rebién…
A propósito... A propósito de estos saludos es donde quería yo llegar…Pero es mucho para una entrada de blog. Ya sigo en otro momento que luego me “enrollo” demasiado. 




Perlas del Segura