jueves, 29 de marzo de 2012

El CUPIDÓN





He cambiado El Cupidón que iba paralelo a mi seudónimo de Perlita y he puesto una foto mía del varano pasado porque si hubiese esperado al venidero, seguro que se me podrían haber contado algunas arruguillas más y eso, no.

Ya soy una perlaza en vez de una perlita pero bueno, sigo. Lo de ese angelote pudoroso -aunque no se le ve entero- tapando sus intimidades con el extremo de su hermosa ala derecha, ya tenía ganas de licenciarlo con permiso de su autor Wiliam (o Adolphe) Bouguereau.

Siempre me encantó este autor con sus cuadros de ángeles con una piel nívea y deidades mitológicas desnudas que parecen vayan a saltar del lienzo por su realismo. Recordemos El Nacimiento de Venus. Precioso.

Pero en los últimos carnavales, festejo que nunca me ha gustado demasiado, me encontré en dirección contraria a la que yo iba, con un montón de cupidones, bacos, ninfas aladas y angelotes con coloretes exagerados, que si bien iban perfectamente caracterizados, la figura grotesca de unos cuantos componentes de esta comparsa, con unas barrigotas (creo que más de una de ellas naturales, sin relleno) daba grima. Grima, asquete, repulsa... Como se quiera entender y decir.

El más grande de todos estos cupidos, puede que con más de 110 kgs. de peso y casi dos metros de estatura, se acercó hasta donde nos habíamos quedado algunas viandantes mironas y nos acercó unos flautines de caramelo que sonaban y todo. El mío, no llevaba envoltorio porque se le cayó delante de mis narices. Lo cogió el gigantón y se empeñaba que yo hiciera sonar el silbato...

¡Puagg...! ¡Qué asco...! Lo siento. Si al menos hubiera conservado el envoltorio, puede que lo hubiera intentado, pero se impone hacer una pequeña secuencia de lo que vi.

Este hombre, llevaba la malla rosa que le hacía parecer desnudo, mojada totalmente por el sudor. La espalda estaba como si se hubiese metido en una ducha y no se hubiera secado y por eso, el sudor le bajaba hasta el centro de sus posaderas haciendo que se le notase un reducido tanga que se le tenía que estar clavando en la carne como un cilicio. El agua del pecho, se confundía con la de sus axilas. La cara chorreaba y de la especie de mosca que tenía por barba bajo el labio inferior, colgaban unos restos blancos como si hubiera comido merengue.

Las alas eran espectaculares, muy bien logradas, pero la que debía tapar...sus vergüenzas, como dicen finamente en mi tierra, se había desprendido y, francamente, las vergüenzas no andaban muy disimuladas y en ese lugar brillaban dos o tres imperdibles descarados y grandes, que si alguno se hubiese abierto...no quiero ni pensar lo que hubiera sentido el pobre cupido y encima, se quedó allí, como único testigo de que hubo un intento púdico, una pluma generosa que le llegaba a medio muslo.

Yo no sé si lo que le caía de la nariz era sudor o mocos o ambas cosas...Tiré la trompetilla-silbato en la primera papelera que encontré y me propuse, en cuanto pudiera encontrar una foto mía en la que más o menos se disimularan estas arruguillas insolentes que me van acompañando, cambiar a Cupidon por mi cara agradeciéndole los servicios prestados.



lunes, 12 de marzo de 2012

EL PROFESOR DE HISTORIA DEL ARTE

Era mi profesor de historia del arte y llamaba la atención con aquel porte de caballero escapado de los años veinte. Aunque yo lo veía mayor, no debía llegar a la cincuentena. Ayer lo vi. Ahora parece con algo menos de estatura pero no bajo; sigue delgado. Su pelo es abundante y muy blanco y lo lleva perfectamente arreglado. Visto por detrás, nadie diría que es tan mayor si no fuera porque sus piernas se notan titubeantes y va acompañado por un muchacho sudamericano que le debe acompañar por seguridad en sus paseos. Sigue siendo un hombre con el más señorial de los portes.
Es curioso lo que puede cambiar los rasgos físicos el paso del tiempo en las personas, y sin embargo no lo hace la mayoría de las veces en los hábitos que tiene cada cual y que acompañan casi siempre. Es el caso de este veterano profesor que nunca pudo pasar desapercibido dentro de la naturalidad y compostura que entendemos por elegancia.
Lo tenía todo. Vestía de chaqueta y corbata combinadas con distintos pantalones o con traje pero, eso sí, la pulcritud saltaba a primera vista en todos los casos y como si estrenase las prendas. Aunque algún día se decidía a lucir un jersey, se pusiera lo que se pusiera iba como un modelo de escaparate. La raya de sus pantalones parecía almidonada y se deformaba solo lo justo. A sus zapatos, brillantísimos, el polvo no parecía existir para ellos...Ni el barro, ni la lluvia...

Creo recordar que era marzo del 72. Se había montado una y de las gordas en la universidad, que daba miedo, literalmente hablando, porque con aquellos últimos años del franquismo todo estaba en efervescencia y el mundo estudiantil más espumoso que ninguno. Yo ya trabajaba pero como aún no tenía hijos, aproveché para matricularme en filosofía y letras en los tiempos en los que se hacía dos años de estudios comunes para luego elegir la especialidad y allí, tuve la oportunidad de coincidir con este hombre.
Salí del colegio sin saber que había lío y el autobús me dejó lejos de la que hoy es la avenida Blasco Ibáñez e insensata de mí, me adentré andando en lo que era el foco de las revueltas sin que me lo propusiera. La policía, "los grises", iban la mayoría a caballo y debían tener órdenes de que nadie entrase en las distintas facultades para evitar el vandalismo que estos casos genera. Como siempre, desconocidos y que de estudiantes no tenían nada, lanzaban piedras y ladrillos desde la Facultad de Medicina, que estaba en reformas, hasta la de Derecho, cruzando ese enorme espacio del paseo con tal fuerza, que si me da alguno de esos ladrillos, ahora no estoy contando esto. Angustioso. Corrí hasta una puerta lateral de mi facultad pero cuando llegué contra corriente, estaba cerrada y alguien me empujó, me caí y me di de lleno con la cara en la pared. Un policía me ordenó que me levantara y me pidió el carnet de estudiante pero...ni lo encontré ni llevaba encima el de identidad... Entonces fue cuando se abrió esa puerta y allí apareció el profesor de Arte.
-Es estudiante -dijo al policía- La estaba esperando...Mintió descaradamente para sacarme del apuro y rescatarme. Y sin más, me pasó al interior con un tirón de brazo y aquel reducido espacio al que me llevó, me pareció el cielo. Una treintena de compañeros entre chicos y chicas, habíamos llegado allí a refugiarnos en un aula de material que olía a papel y tinta. Una monja, novicia, a la que también he vuelto a ver después, lloraba y yo, me echaba mano a la cara que me dolía y donde después lucí un hermoso color púrpura como recuerdo de la aventura. El profesor, mojó su blanquísimo pañuelo en agua y me lo dejó para que lo mantuviese en la cara y que el dolor se me calmara y a la novicia, presa de un ataque de nervios, la abrazó con cariño y quiero creer que fue el abrazo más tierno y único que la monjita recibió de un caballero.
Lo que más me dolía a mí más que el pómulo, era acordarme de mi madre y mi marido que no sabían dónde paraba...¡Ay, los teléfonos móviles...!
Volví a casa a las tres de la mañana poco más o menos. Mi marido, aparentando templanza de nervios. Mi madre con los ojos rojos como amapolas ajadas.
-¿Sabes?- le dije a mi marido poco después cuando también me tenía abrazada. Hoy muchas nos hemos enamorado del profesor de arte.
-¿Sí? ¿Y cuántos años tiene mi oponente...?
-Alrededor de cincuenta. Puede ser nuestro padre.
-Vale...Entonces se salva de que lo rete a duelo.

Luego, me peso no haber saludado al viejo profesor, haberle recordado la aventura y mirarlo frente a frente de nuevo.



Perlas del Segura